Los ojos bizcos del sol by Emilio Bueso

Los ojos bizcos del sol by Emilio Bueso

autor:Emilio Bueso [Bueso, Emilio]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Ciencia ficción
editor: ePubLibre
publicado: 2021-12-01T00:00:00+00:00


II

TREINTA

A ALTAS HORAS DE LA NOCHE DE SETAS

El sendero del bosque de los hongos amarillos parecía trazado por un loco con convulsiones.

Un laberinto de zanjas de óxido de hierro, paralelo al río, con torrenteras de afluencia bien despejadas. La colonia de setas no arraigaba en el metal.

—¿Por qué no lo minan? —le preguntó el Explorador a Pico Ocho—. ¡Solo hay que arrancarlo del suelo!

—¡El colmo de las malsonancias! —saltó la babosa traductora, incontinente y con ganas de sentar cátedra—. Tú mejor dedícate a aventarme, absurdo vagabundo. ¿Picar en una estructura hidrotermal de altas presiones? Pero ¡si el río de al lado era un géiser hace nada! ¿Qué habré hecho yo para rodearme de unos carajaulas adictos a las voladuras descontroladas?

La hendidura de hierro por la que caminábamos estaba caliente y vibraba. Los gargantuescos boletos sulfúricos ni se acercaban al metal. Entendí que a veces el suelo se ponía a temperaturas insoportables y que las setas eran tan venenosas porque un sitio así no podía dar nada bueno.

—Esto, como diría el trapo, es el culo del inframundo —dijo La Regidora.

—¿En serio las plantas son tan venenosas? —preguntó el Explorador, mirando desdeñoso los tremendos estipes.

—Asentir —contestó Angus.

—¿Por qué los acoplados hablan tan raro? —preguntó el simbionte de Pico Ocho.

—Intentar —dijo Angus.

—¡Solo usan infinitivos! —estalló Wing Melin, contorsionándose para salvar, entre risas, los sombreros de las setas parasitarias que salían perpendiculares de un enorme micelio.

Íbamos esquivando el follaje.

El bosque albergaba una jerarquía de setas asociadas. Había senderuelas que alfombraban el sustrato entre las vetas de hierro, rebollones que orillaban los estipes de los majestuosos boletos, trompetillas que rellenaban grietas y calvas, y hasta macrolepiotas en simbiosis con la capa de líquenes que medraba en la humedad hidrotermal. Todo de colores tóxicos.

Angus dijo algo en su lengua y, aunque ya lo habíamos oído, la Regidora nos lo volvió a traducir:

—Los boletos de color amarillo chillón sueltan esporas venenosas. Si tocamos uno, será nuestro final. Por lo demás, el bosque es seguro mientras no nos lo comamos.

—Calmar —añadió Angus en la lengua del Círculo. Conocía mil verbos. Solo verbos. Le gustaba emplearlos.

Aldus asintió y sonrió. Era lo único que hacía. Su hermano Angus, intentar.

Angus y Aldus eran los alguaciles de la Misión. Y un despropósito a cuatro manos. El equivalente local de lo que en mi tierra considerábamos exterminadores.

Los había enviado Marcus. Eran su guardia personal y tenían orden de evacuarnos. Mientras, los feligreses se congregaban para expulsar a fuerza de rezos a los jinetes de serpiente que profanaban la Misión.

Podíamos permanecer encerrados en palacio o hacernos extramuros. Y eso último decidimos, no sin antes pedirles que nos llevaran a despachar con los hombres a los que pretendían expulsar rezando. Queríamos vérnoslas con ellos. Al fin y al cabo, no eran ni más ni menos que gente como el ladrón, nuestro ladrón, la sombra que perseguíamos por medio mundo y mil adversidades.

Pedimos que nos llevaran al punto de entrega, a la guarida de los bandidos. A ellos, probablemente ya deseosos de perdernos de vista, les pareció una gran idea; de modo que nos pertrechamos un poco y partimos en mitad de la noche.



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